Francisco Hinojosa | La Prensa del Táchira.- Enclavada en el histórico barrio San Carlos, una plaza que ha sido llamada, con cierta ironía, "plaza de las palomas", guarda entre sus terrenos una historia que se remonta a los albores de San Cristóbal. Un siglo de olvido y abandono, pero también de resiliencia y esperanza, se entrelaza en este espacio que a pesar de las adversidades sigue siendo un punto de referencia para los sancristobalenses.
Según el cronista Luís Hernández, en las páginas de su libro "San Cristóbal, a través de sus plazas y parques", citando al historiador Tulio Chiossone, esta planada ubicada en la "parte alta" de la ciudad, al pie del cerro de Pirineos, fue testigo de importantes eventos históricos. Allí se izaba la bandera en días festivos y se realizaban salvas de artillería, un símbolo del poder y la presencia del Estado.
Asimismo describe que frente a las Quintas Morales y Semidey (actuales Liceo Simón Bolívar y Grupo Escolar Carlos Rangel Lamus), una planada se formó al acumular tierra para nivelar el terreno. Este espacio se utilizaba para izar la bandera en días de fiesta nacional y para disparar salvas de artillería con un cañón del pelotón de San Cristóbal.
En 1906 el Concejo Municipal intentó darle un estatus oficial al designar su fuente de agua como "Fuente de San Cristóbal". Sin embargo este gesto no fue suficiente para convertir la explanada en una plaza propiamente dicha. A pesar de las retretas de la Banda del Estado y los juegos de béisbol, el espacio permaneció como un terreno baldío, olvidado por las autoridades.
Con el paso del tiempo, la Plaza San Carlos se convirtió en un vertedero de basura y un potrero para animales. Los periódicos de la época denunciaban la situación, describiendo un panorama desolador: animales muertos, desperdicios domésticos y actos vandálicos eran el pan de cada día.
La indiferencia de las autoridades y la falta de mantenimiento convirtieron a la plaza en un reflejo del abandono que sufría la ciudad. La esperanza de convertirla en un espacio público digno se desvaneció, dando paso a la desidia y el olvido.
En Diciembre de 1943, en plena víspera de Navidad, la Municipalidad de San Cristóbal decide transformar el lugar. Nace el Mercado Libre de la Plaza San Carlos, un hervidero de gente, de colores, de olores. Las familias del sector acudían cada semana, buscando los mejores productos. La plaza se convirtió en el corazón del abastecimiento, un punto de encuentro, un símbolo de la vida cotidiana. Casi dos décadas de historia, de recuerdos, de sabores.
Diana de Peña, hoy con 84 años y un tesoro de recuerdos del Barrio San Carlos, cierra los ojos y el mercado revive. Los domingos eran un ritual, de la mano de su madre, hacia el corazón palpitante de San Cristóbal. Bajo toldos gigantes de lona, un laberinto de pasillos se desplegaba, un festín para los sentidos. Cestas de Capacho, tejidas con la sabiduría de los artesanos, montañas de frutas y verduras, un arcoíris de colores, y el aroma... ¡las solteritas! Un sabor que aún baila en su paladar, un recuerdo imborrable de su niñez; y el eco de los carretilleros y su pregón resonando: '¡Llevo mercado en carretilla o si no en las costillas!'".
A lo largo de los años se realizaron varios intentos por rescatar la plaza. Se propuso cambiar su nombre a Juan Maldonado, e incluso se consideró como posible sede del Salón de Lectura. Sin embargo este proyecto no llegó a concretarse.
En 1977, se inició una remodelación que prometía convertir la plaza en un espacio verde y atractivo. No obstante, la falta de mantenimiento y los actos vandálicos continuaron afectando el lugar. La instalación de un palomar en la década de 1990 fue otro intento fallido, ya que las palomas fueron víctimas de la crueldad por parte de algunos jóvenes "zagaletones" como lo ilustra el Cronista de San Cristóbal.
A pesar de su historia de abandono, la Plaza San Carlos sigue siendo un espacio importante para los ciudadanos. Sus residentes, conocidos como "sancarleros", han mantenido viva la memoria del lugar, transmitiendo de generación en generación las historias y vivencias que se han tejido en torno a la plaza.
La rivalidad con los "ermitaños", habitantes del vecino barrio de La Ermita, ha sido una constante en la historia de la plaza. Las peleas a pedradas y "limonazos", que alguna vez fueron motivo de preocupación, hoy son recordadas con nostalgia y humor.
En el corazón de la ciudad, donde antaño resonaban las risas y los debates estudiantiles, la Plaza San Carlos se alza hoy como un espectro de su glorioso pasado. Sus adoquines, que alguna vez fueron testigos de encuentros pacíficos y batallas campales entre alumnos del Liceo Simón Bolívar y la Escuela Carlos Rangel Lamus, ahora yacen cubiertos de polvo y olvido.
La famosa "casa de las palomas", se mantiene en pie a duras penas, un recordatorio melancólico de tiempos mejores. Su estructura, que ha resistido innumerables remodelaciones y el azote del abandono, ahora sirven de refugio para la desidia y la basura. Los pocos visitantes que se aventuran a cruzar sus aceras se encuentran con un paisaje desolador: ruinas, obras inconclusas y la sensación de que el tiempo se ha detenido.
La plaza, que alguna vez fue un oasis de vegetación y frescura, hoy luce árida y despojada. Su fuente, que en tiempos pasados ofrecía un espectáculo de agua, ahora yace inerte, un símbolo más de la decadencia que se ha apoderado del lugar. Los bancos, donde antaño se sentaban a conversar y leer, ahora son ocupados por la hojarasca que cae de los árboles.
La Plaza San Carlos, que alguna vez fue un punto de encuentro y esparcimiento, hoy es un territorio dominado por inseguridad. Los vecinos, testigos de su progresivo deterioro, claman por una intervención urgente que devuelva a este espacio público su antigua gloria.
¿Será posible rescatar a la Plaza San Carlos de su letargo? ¿Podrá este espacio público volver a ser un lugar de encuentro y convivencia para los habitantes de la ciudad? Solo el tiempo lo dirá. Mientras tanto, la plaza se mantiene en pie, un fantasma urbano que clama por atención y un recordatorio de que el abandono y la desidia pueden convertir cualquier espacio en un páramo desolado.
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